Hombre y una mujer. Bajo sus pies vibra la tierra.
Aguas subterráneas, galope disonante de cientos, miles de
cascos.
Un desierto.
El templo se acerca con las campanas del desaliento
bamboleadas por la
brisa, es el
sonido de cuerdas que se cortan en una
cavidad, caverna
hueco, ruta sin fin.
A una presión
la puerta muy alta, débil,
vuela de sus goznes
en
mezcla perfecta de
luz, obscuridad y húmedo abandono. Por la
boca
destrozada entra
el viento y levantando el polvo de los años envuelve
un candelabro mal
apoyado sobre el altar. Una voz retumba entonces:
"Aún parece
conservar el rito íntegro en su
soledad... Las estatuas,
la forma del
templo... ¡mira, Varatemón!" Respondiendo al eco,
el
viento (m s
intenso) derriba el candelabro que se deshace contra el
piso separándose sus siete brazos.
--Con nuestra
llegada se destroza el número
mágico-- resuelve uno de
los hombres, la mirada turbia y est tica.
--imeucisz
imeucisz-- lee la mujer en un epitalamio grabado sobre el
metal amarillento-- En un canto nupcial! Así se unían los
hombres.
Alguien increpa con seco
desprecio: "¿Hombres?... ¡Aquella tradición
desbarató la vida de los que pudieron llegar y fueron
aplastados!".
Afuera el sol
quiebra las murallas; las campanas balbucean su canto
decadente... El templo ha perdido aquel esplendor
supersticioso.
Otros detalles
quedan descuidados, el grupo sale del
caserón y en
dirección opuesta avanza un anciano hermosamente vestido
y cubierto de
joyas, la cara
plena de bondad. Haciéndole escolta... multitud
de
filos ensangrentados, multitud de espadas en alto.
La mirada de Varatemón se clava y explota, licúa las
joyas y las hojas
en sangre. Ahora
los vistosos ropajes son harapos. Recién entonces la
benevolencia del
viejo es astuta. Sus ojitos
chispean, --demuéstrame
Varatemón, demuéstrame--
exige aquella lengua roja,
la misma que
durante siglos
hizo ahogar toda demostración con
enormes berridos de
fe y fuego.
Uno de los hombres señala el edificio. El sucio andrajo
vacila pero el
peso de millares de ojos lo arrodillan empujándolo a las
fauces.
...Adentro un tufo
cálido, dulce, pegajoso. Cada brazo del candelabro
roto es un carbón encendido que se aviva. El ambiente
aparece lleno de
vapores. Mil
carcajadas de agua se ahogan en
las rocas subterráneas.
La formas hieráticas como p lidas figuras de cera
empiezan a fundirse,
las caras sombrías se retuercen en muecas siniestras y de
esos rostros
espantosos se escurren gotas que burbujean en el suelo.
El cuerpo del
viejo se agita como una entraña viva palpitando en el
interior del templo.
Sobre el altar
roído descansa la bandeja del epitalamio, en ella se
agolpa una cosa
blanda hirviente de insectos. Casi
tocándola est el
viejo, el hedor
repugnante lo hace temblar de asco. Un corto vómito
agría la garganta
muy seca. Quiere huir pero las miradas lo obligan a
permanecer. El clima angustioso se torna gris
desesperado.
Arrodillado ante
el altar mezcla su cabezota
lentamente con la forma
viscosa. Siente el
peso y el sonido sordo, gelatinoso de la cosa al
despegarla apenas de la bandeja. Con decisión suicida
arroja el hocico
hacia adelante. La
lenguita roja chicotea estrellándose
contra una
repugnante llaga
verde casi líquida.
Convulsionado empieza a tragar
(rítmicamente) los coágulos sangrientos del aborto. Luego
mastica unos
suaves cartílagos
que se deslizan lentamente
por su esófago.
La
garganta se contrae con violentas arcadas.
Pus fermentada
chorrea la boca y se
pierde por los
harapos del
pecho...
El ropaje
destrozado descansa sobre
las brasas y el fuego busca su
miserable cuerpo.
Los chillidos de terror y las llamas se propagan,
contaminan todo el
edificio y mientras la antorcha
se revuelca los
artesones negros
caen, las paredes tiemblan y en estrépito de ramas
secas y aplausos difusos se derrumba todo.
Las aguas
subterráneas afloran. Con
burbujeo formidable desaparece
aquello en las
profundidades. Mientras se ahoga lanza eructos de humo
muy denso que son
disipados por el viento; el agua turbia se desborda
en r pida creciente...
Varatemón mirando el cielo profetiza.