abril 25, 2011

Software y Hardware - Silo

Ilustración de Rafael Edwards





Oh, Newton, Newton, ¿qué hubieras soñado
si te hubieras comido la manzana?


Ficciones - extraido del libro: El Día del León Alado, de Silo. 


Querido Michel:
En pocos minutos abandono la villa olímpica de Oslo. Quiero que me recuerdes como un buen amigo aún cuando te haya chocado, según confesaste una vez, esa “monstruosidad” que siempre observaste en mi conducta. Pongo en tus manos estos recuerdos en fragmentos porque en ellos podrás encontrar algunas explicaciones de las muchas que te debo. Además, lo hago como reconocimiento por el tiempo que tuviste que aguantar a este discípulo incomprensible y anormal.
¡Hoy brindo por ti que acabas de producir al gimnasta más grande de todos los tiempos! En el futuro, cuando compruebes que tus muchachos no logran superar mis marcas, procura no mortificarlos; ni ellos ni otros muchachos en el mundo podrán hacerlo ya que las probabilidades están en contra de ese intento. ¡Au revoir!

El absurdo de la gravitación universal

Estaba, como siempre, la ley de Gravedad. Yo sabía que alguna vez, aunque fuera una sola, esa formulita de caída de los cuerpos en el primer segundo, G = 9m 7800, no resultaría. Entre las leyes de caída, me interesaban las referentes al espacio y a la velocidad. La primera decía que “los espacios recorridos son proporcionales a los cuadrados de los tiempos que se tarda en recorrerlos”. Y la segunda: “La velocidad adquirida es proporcional al tiempo transcurrido en el descenso”. Por eso, desde el escolar que trabajaba con los planos inclinados y las máquinas de Atwood hasta el físico nuclear de hoy, he pasado un tiempo pesquisando esa absurdidad científica. Estaban los globos aerostáticos, los aviones y los cohetes que salían de la Tierra; estaba la rejilla voladora de Minkovsky que se elevaba por impulso iónico; estaban los superconductores y los campos electromagnéticos opuestos, como promesa del anti-gravitacional. Pero yo seguía en la máquina voladora de Leonardo y en el primer aparato de los Wright, una línea que arrancando en los sueños nocturnos terminaba en los libros de cuentos. Así, me resultó sencillo interpretar al Principito de Saint Exupery y al Juan Salvador Gaviota de Bach como las producciones de dos individuos que tenían el mismo oficio de aviadores en su vida extra literaria y que estaban obsesionados por liberarse de G = 9m 7800.

También cayeron en mis manos las Propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino. El autor proponía la “levedad” como recomendación para los escritores del futuro. Citaba a Cyrano y a Swift; el uno volando a la luna, el otro sosteniendo la isla de Laputa mediante un imán. Mencionaba a Kundera y creía ver en La insoportable levedad del ser la ineluctable pesadez del vivir. Finalmente decía: “...es cierto que el software no podría ejercitar los poderes de su levedad sin la pesadez del hardware, pero el software es el que manda, el que actúa sobre el mundo exterior y sobre las máquinas”. Sin embargo, esta verdad llevada a sus últimas consecuencias lo hubiera movido a catalogar como “desnaturalizado” el trabajo sobre el cuerpo humano considerado como simple hardware de un software inteligente. Calvino, como todo intelectual, no podía saber en la práctica qué es el propio cuerpo y no hubiera comprendido que gracias al trabajo sobre él, hubiera logrado la liviandad que buscaba.

La máquina empieza a trabajar

Desde pequeño me llevaban a exhibiciones y torneos, pero no tenía edad para ser admitido en gimnasia deportiva. Así es que pasaba horas haciendo las ridículas series suecas, danesas y de calistenia, dirigido por profesores que se correspondían con tal actividad. El que no era viejo, calvo y gordo, como mínimo se presentaba en camiseta, con indecentes zapatillonas y amplios pantalones cortados hasta las rodillas. Seguramente de ahí partía mi aversión a esa ropa deportiva relacionada con ciertos estilos culturales: pantalonazos de golf y de montar, shorts de futbolistas y de rugbiers culones que, finalmente, desbordaban a la moda en la monstruosa bermuda o en su prima la falda-pantalón. Qué sorpresa me llevaría años después al encontrarme con los campeones de Dinamarca que criticaban a la gimnasia danesa; con la primera línea del equipo yanqui que se mofaba de las bermudas y con las gimnastas alemanas que aborrecían la falda-pantalón. “Sensibilidad común”, me diría, y quedaría reconciliado con el Universo.
Un día permanecí escondido en los vestuarios al terminar la clase de lo que llamaban “educación corporal”. Luego, deslizándome por unos pasillos casi de hospital, llegué a una escalera. Subí y terminé ubicado en un balcón que se usaba para observar las exhibiciones. Era una amplia gradería que estaba totalmente a oscuras. Me ubiqué en un rincón muy protegido y desde allí miré al gimnasio principal que me estaba vedado. ¡Fue la visión del Paraíso! Paredes forradas con enormes espejos, sogas, trapecios, barras, paralelas, caballos con arzones, anillas, trampolines... allí estaba todo. Colchonetas hasta donde la vista se perdía, camas elásticas que permitían volar en cada salto, fosos acolchados para recibir el escape de una pirueta peligrosa. Pero lo más importante, allí estaba el equipo de primera categoría haciendo ronda al entrenador que gritaba como un loco: “El puntaje es fuerza, velocidad, equilibrio, ritmo, resistencia, reacción y elegancia... quien no tenga trabajado algo de eso pierde décimas, o sea, ¡pierde! Y tú, ¡bolsa de papas!, en gimnasia no se suma como en los insignificantes deportes en los que se acumulan goles, puntos o tantos, sino que se resta, se descuenta por error cometido.”

Pasaron meses, pero el mismo día de mi cumpleaños, mostrando el carnet al Cancerbero de la entrada, vi como se abría la puerta de vaivén y entré triunfalmente. El olor a cera, magnesio, resina y colchonetas llenó mis pulmones como el aire del amanecer. Pero bastó pisar las maderas lustradas para que una mano me levantara en el aire tomándome desde el pantalón. “¡Te faltan los elásticos!” chilló, y quedé depositado fuera del gimnasio. ¡Ya les haría pagar más adelante ese regalo de cumpleaños! Al día siguiente arremetí de nuevo y ya nadie se fijó en mí. Fue entonces cuando empecé a trabajar realmente bajo la dirección de un profesor que me ubicó en la categoría “infantil cero”. Bajo su dirección un grupo de veinte aprendices iba a pugnar para no ser desplazado por inepto. A los seis meses, quedábamos cinco del plantel inicial y pasamos a manos de otro preparador, mientras el primero recibía una nueva camada. Los cinco nos encontramos haciendo semicírculo frente al torturador que empezó por mirarnos uno a uno de abajo hacia arriba. “¡Te faltan los elásticos!”, me gritó. Entonces los bajé, cosidos como estaban por dentro del pantalón, y los pasé bajo las zapatillas.
–Ahora dime tu nombre, nada de apellidos; aquí solo hay nombres, edad y trabajos anteriores.
–René, siete años y medio, dos años de esa “cosa”.

El profesor abrió los ojos como platos. Y cuando repetí que la educación física anterior era una “cosa” a la que me resistía llamar “gimnasia”, recibió un flechazo in cuore. De inmediato pasé a ser el preferido comenzando a trabajar el doble que los miembros del grupo, sirviendo a cada rato como ejemplo de pésimo practicante. Ese desafío me ayudó más que cualquier entrenamiento. Desde el comienzo me encantó esa forma dura y sin hipocresías acarameladas; después de todo, ellos querían obtener campeones y yo quería que mi cuerpo fuera el juguete más cercano.

El retardado y la mosca

Desde mi nacimiento hasta los cuatro años fui un niño retardado. Mis reflejos no respondían bien y repetía cualquier operación sin poderla manejar hasta que la entendía. Quiero decir que si debía recoger un cubo, no importaba cuantas veces se me ejercitara en el mismo trabajo porque siempre resultaba igual, o sea, mal. Todo lo volvía a realizar cada vez como si fuera la primera y, por ello, tampoco aprendí a articular palabra. Recuerdo cómo mis padres me invitaban a decir “mamá” y “papá”, pero yo sólo veía sus enormes bocazas, oía sus sonidos y sentía sus extraños deseos. Un día se posó una mosca en mi cara, luego voló y sentí una diferencia entre la sensación que me quedaba y la que el insecto se llevó, allá por el aire. Cuando interpreté su vuelo decidí que mi mano lo alcanzara y esto fue hecho a tal velocidad que la enfermera cuidadora salió gritando a dar la buena nueva. Pero cuando empecé a caminar a los tres años ya seguí aprendiendo cada vez con más perfección de manera que en poco tiempo podía hacer equilibrio en los lugares más insólitos. Creo que algo similar ocurrió cuando entendí la articulación del lenguaje. Unicamente cuando estuve listo y ante el clima de opresión que sentí a mi alrededor, puse en marcha la máquina del habla, cada día con mayor velocidad y destreza. Como en aquellos tiempos corría la teoría de la “maduración” de los centros nerviosos, se llegó a la conclusión que yo era normal pero que había “madurado” más lentamente de lo esperado. Así fue cómo, para evitar recaídas en la idiocia, me llevaron a dicción, representación teatral, música y calistenia. Si la intención de esa buena gente era que yo respondiera a los códigos educativos, hasta los cuatro años fue imposible porque era retardado, y a partir de los cinco ya había tomado en mis manos las funciones más importantes.

Cuando entré en la escuela, volví a la temida imbecilidad porque no podía resolver como 2 era igual a 1 + 1. En verdad, ahora mismo sigo sin entenderlo, porque decir que son iguales dos representaciones diferentes es un misterio extraordinario. Luego, cuando arreglaron las cosas explicando que no eran iguales sino “equivalentes” y entendí cuál era el sistema de convenciones que utilizaban, la situación mejoró. Pero quedaba en pié un problema: no podían pedirme que estuviera atento a una explicación sobre los héroes nacionales si los maestros eran libros vivos y abiertos. En sus tonos de voz, en sus gestos y movimientos corporales, en sus desequilibrios emotivos, yo repasaba la historia desde el molusco a Napoleón. Este problema lo solucioné tiempo después cuando empecé a ejercitarme escribiendo con cada mano cosas diferentes. Con la izquierda resumía las explicaciones, con la derecha mis observaciones sobre cada músculo y respiración del profesor de turno. Hasta que, finalmente, ya lo podía hacer a diario sin escribir. Con el tiempo, pude atender simultáneamente a los temas y situaciones de cada persona que se presentaba en un conjunto.

Adrenalina y tragedia griega

En la escuela arremetía en todos los juegos llevándolos hasta el límite, rodeado de torpes compañeros que se fatigaban al primer esfuerzo. También, hasta los siete años me interesé en todo tipo de deportes. Pero cuando ingresé en la categoría infantil cero, comencé a descartar el músculo blando y de reacción lenta del nadador; el músculo en paquete del boxeador y del pesista; el músculo fibroso del atleta. Sólo me quedó algún respeto por la altura lograda en la pértiga y por el salto ornamental. Sin embargo, en el primer caso se ascendía apoyado en una vara y en el segundo se hacían las piruetas cayendo como un plomo. Estaba claro que todos los deportes producían una formación muscular irregular, o daban velocidad a una parte del cuerpo y lentitud a otra. Solamente la gimnasia lograba lo que yo buscaba. Pero en esa actividad no se trataba simplemente de régimen alimenticio, de horas de entrenamiento diario o de sueño equilibrado, sino de la precisión de un programa que manejaba al cuerpo. Y esta idea la hacía extensiva a otras actividades con la prudencia del caso. Si hubiera dicho a mis mentores de representación teatral, o de música, que mi interés último era convertir a mi cuerpo en un instrumento altamente perfeccionado de un programa, hubieran pensado que era otra de mis humoradas. Ellos no podrían comprender que también mis bromas apuntaban al mismo objetivo. 

Por eso cuando perfeccionaba el rol que volcaba en la escena o cuando saltaba en los pentagramas componiendo música, afinaba en realidad cada músculo y hacía consciente cada víscera. Una vez, en la Medea de Eurípides me planté en el escenario y, al final, representando a Jasón dije: “¡Escucha, Zeus, las palabras de esta pantera siniestra! ¡Te pongo por testigo de cómo me prohibe tocar siquiera esos queridos cadáveres!”. ¿Por qué el público aplaudió mi arte con tal vehemencia? Lo diré de una vez: porque supe volcar la glucosa, la insulina, la adrenalina y las hormonas, a la expresión dramática.
De la música extraje la comprensión del ritmo interno de los movimientos. Al principio fue un metrónomo con el que regulaba las tijeras, contratijeras y pasodobles en el caballete. Luego empecé a canturrear algunas melodías mientras lanzaba los justes en anillas. Posteriormente utilicé fragmentos de Orff en las series obligatorias de concurso. Al final, programaba las series libres sintiendo a mi cuerpo ejecutar órdenes dodecafónicas, en donde cada músculo era un instrumento diferente armonizado en sinfonía.
Y me pareció que algo similar buscaban los soviéticos. Siguiéndolos durante días en la cámara lenta del vídeo, reconocí al maquinismo de Prokofiev tras sus movimientos. Ellos aún estaban en la etapa física de utilizar a la música como apoyo objetivo y no penetraban en la función mental que transfería la imagen musical a la acción corporal. En palabras sencillas diría que ellos trabajaban con la percepción mientras yo, día a día, externalizaba la representación. No obstante, aquél equipo fue el adelantado de su época al introducir en la concepción tradicional los movimientos de danza. Su técnica chocó en los concursos con los jueces occidentales pero, con el correr del tiempo, esa escuela fue imponiéndose hasta barrer en los torneos. Por su influencia, y con la llegada de la gimnasia artística femenina, las rumanas terminaron de producir aquel despegue que asombró al mundo.
A los trece años era campeón juvenil en todas las disciplinas y ya estaba entrenando la independencia de las sensaciones visuales. Vendado, pasaba de aparato en aparato mientras medía las distancias con mis sensores internos; entre tanto, la música hacía lo suyo. En esa época aprendí que la carrera para tomar velocidad en el salto al caballete y en cuerpo libre no debía hacerse en puntas de pié como se enseña en gimnasia, sino desde la planta hacia adelante describiendo un círculo imaginario con las piernas, y achicando su diámetro en función de la distancia al punto del salto. Y los saltos mismos debían seguir una secuencia talón-planta-punta produciendo esos desplazamientos largos y suspendidos que se había observado antes en bailarines como Nijinsky y que la crítica de ballet consideró en su época como “vuelos imposibles”. Esos no eran vuelos aún, sino movimientos simples en los que se comprometían desde los abductores, rectos y vastos del muslo, hasta los ligamentos anulares del tarso.

Otro punto importante que perfeccioné fue el referido a la calidad de resistencia, mejorando la capacidad de proveer oxígeno, de eliminar anhídrido carbónico y ácido láctico, y de aumentar el rendimiento de varios órganos exigidos como pulmones, corazón, hígado y riñones. Sobre la base del principio de duración y de intervalo, trabajé la resistencia general anaeróbica, como la entendía Hegedüs, y que otorgaba resistencia en deuda de oxígeno útil para los esfuerzos súbitos y la velocidad; distinta a la resistencia localizada en un grupo de músculos. Pero luego de observar comportamientos, que estudié en distintos deportistas, me convencí que la falta de oxigenación cerebral producida por entrenamientos mal dirigidos, los llevaba a la disminución de algunas funciones. Por eso me concentré en la respiración que adiestré para que jamás estuviera retenida sino que, inspirando por la nariz y expirando entre los dientes, siempre funcionara como un péndulo que acompañara a mis movimientos. Tampoco dejé que el corazón pasara de lo que llamé “umbral de ruptura aeróbica” y que clavé en las 180 pulsaciones por minuto.

¡Con paranoia no llegaréis muy lejos!

Periódicamente, tanto la Comisión Nacional de Deportes como el gran maestro Michel, me pedían que diera algunas recomendaciones a los gimnastas del país. Esa vez lo haría con el equipo que estaba por viajar a Bruselas para disputar la clasificación zonal.
En el gimnasio central comencé a dar explicaciones al grupo que, formado en semicírculo, escuchaba y tomaba notas. Desarrollé la concepción clásica a la que había que atenerse para lograr un buen puntaje en aquello que los jueces llamaban “elegancia”. Para ellos, elegancia era lo mismo que puntas rectas en pies y manos; juntura de muslos; cabeza erguida; hombros bajos; entradas y salidas claramente marcadas... Pero agregué que eso era solamente la coraza de la gimnasia; que cuando los griegos inventaron las Olimpíadas pusieron el alma en el cuerpo. Consecuentemente, en los gimnasios los filósofos desarrollaron sus ideas y allí también se inspiraron pintores y escultores tomando por referencia la plástica corporal. El cuerpo era para ellos algo que se debía humanizar y no simplemente un objeto natural, como en el caso de los animales. Pero pronto interrumpí el discurso al percibir en los oyentes esa impaciencia agitada por el vedetismo y la arrogancia. Toda consideración era inútil si no se refería estrictamente a sus intereses inmediatos. Desde luego, querían sobresalir como seres excepcionales.
Así, estaba ante los mequetrefes que se sentían superhombres. Sabía muy bien que en sus turbias cabecitas empezaba a anidar el sueño imposible de los campeones, según el cual se pueden producir caídas más lentas que permitan introducir ejercicios crecientemente complejos en una serie dada. Algo así le pasaba a virtuosos de otros campos, como Houdini, que se entrenaban cada vez con más rigor para escapar de un encierro, tratando de romper ciertos límites físicos. En éstos últimos, la lucha era contra la ley de impenetrabilidad de los cuerpos, así como en nuestros bizarros muchachos era contra G = 9m 7800. Procurando diluir el síndrome paranoide quise disuadirlos de algo que era irrealizable, por lo menos para ellos.
Entonces dije: “Las masas animadas de rotación tienden a alejarse de su eje, siendo la fuerza centrífuga proporcional al cuadrado de la velocidad de dicha rotación. En el Ecuador la centrífuga es 1/289 de la intensidad de G, correspondiendo 289 al cuadrado de 17. Si el movimiento circular es 17 veces más veloz que la rotación de la Tierra, G es nula. La rotación es de 1.665 km/h, por tanto se necesita superar los 28.305 km/h para escapar de la Tierra. Ahora bien, buenos chicos, cuando giran en gran vuelta en la barra fija, ¿qué velocidad promedio alcanzan? Pues alrededor de 60 km/h. Es todo centrífuga, ya que la barra no ejerce prácticamente acción de gravedad. Si tu peso es de 75 kg, a 60 km/h ejerces sobre la barra una tensión equivalente a 300 kg. Cuando te sueltas en mortal de escape puedes llegar a subir mucho más alto que la altura de barra, haciendo tres giros comprimidos en roll o dos estirados en plancha. Existe un punto muerto que se presenta cuando ni subes ni bajas... ¿en qué momento se produce? Lógicamente a mitad de la serie de triple mortal en roll o doble en plancha. ¿Y cuál es la altura en ese momento? Desde luego que la máxima, siempre por encima de barra... En ese instante tu peso es cero. Pero la gravedad hace que toques suelo antes de un segundo ya que estás a menos de 9 metros, 78 centímetros de altura. Bien, hermosos querubines, ¿cómo podríais volar en esas deplorables condiciones? Para empezar, sería necesario poder dar 6 giros en roll o 4 en plancha y ello sería posible si la velocidad creciera a 120 km/h, por tanto el peso aumentaría a 600 kg que tendrías que sostener en tus dos manos sin soltarte antes de tiempo. Aún así, alcanzando más de 9 metros de altura sobre el suelo, caerías luego como un piano. Si al segundo giro imprimieras gran cantidad de tirabuzones, se produciría una descomposición de fuerzas parecida a la de un giróscopo que con su centrífuga podría igualar a G. Pero tendrían que ser hechos a tal velocidad que perderías hasta la ropa, además de romperte el último huesecillo. Desde luego estaría la elasticidad de la barra que podría favorecer el escape pero, de todas maneras, en menos de un segundo estarías pisando suelo. Para colmo, nadie ha efectuado más de dos planchas con un tirabuzón de escape. Por tanto, jamás se superará el segundo de tiempo antes de la caída. Así es que los sueños que obsesionan a los grandes de la gimnasia deben quedar reservados para cuando sus cabezotas animalunas descansen en la almohada. A sacarse pues el mito de sobrepasar el instante límite de suspensión. ¡He dicho!”.
Me miraron con odio. El mismo que he visto en los ojos de los físicos cuando se les refriega la velocidad límite a 299.792 km/s. Todos saben que es así, y así también lo explican ellos. ¿Pero con qué derecho alguien viene a insistir? Seguramente una voz interna les dice que algún día esos límites van a saltar en pedazos. Los físicos, a diferencia de los gimnastas, no se permiten escuchar sus deseos, a menos que en un descuido extiendan su mano y engullan la lustrosa manzana de Newton o las manzanas celestiales de Röemer (si se trata de gravitación, o de velocidad de la luz).

Un momento después de la anécdota, saqué un dinamómetro digital que había construido y coloqué sus dos terminales en los apoyos centrales de la barra. Luego pedí que se observara con cuidado en el visor el aumento del peso en función de la velocidad. Salté a la barra, subí en vertical al tiempo que exigía la lectura en voz alta, y comencé a girar en gran vuelta. Un coro certificó: —280... 290... 150... 90... 50...
Entonces, solté el típico doble mortal con tirabuzón y caí clavado en puntas de pie en la colchoneta. Había ocurrido que, según indicara el aparato, a medida que aceleraba el giro comenzaba a disminuir el peso... lo cual era absurdo. Como nadie preguntó nada, quedó claro que se había pensado en un defecto en la marcación del dinamómetro. Así es que ellos se limitaron a tomar nota de la corrección del ejercicio, con lo cual terminó la exposición teórico-práctica.

Esa extraña vibración

Durante largo tiempo me dediqué a convertir mi cuerpo en una suerte de imagen sonora de manera que oscilando desde adentro, cada célula expulsara esa vibración en primer lugar a la barra, luego a los tensores, de ahí al piso y, por último, a las paredes y a la masa de aire del gimnasio. Se trataba del alma de la música traducida en la más bella expresión de la elegancia corporal. Como una guitarra que vibra emocionada al pulso de una cuerda y que transmite su voz haciendo resonancia con otros objetos y con el oído humano, mi cuerpo sería el instrumento del caso. De paso, transmitiendo la vibración a los cuerpos circundantes, la fuente emisora sería retropropulsada.

Así llegó el día de hoy en el que las Olimpíadas habrían de convertirse en un evento artístico. No contaré lo que ocurrió a lo largo de la jornada en que logré los máximos puntajes en todos los aparatos gimnásticos. Relataré la parte final que, para mi gusto, fue la mejor.
Ante el silencio del público, la expectativa de jueces y gimnastas, la atención de millones de televidentes, me encaminé lentamente hasta la barra. Pisé un trozo de resina para que mis zapatillas no resbalaran en el piso al salir de la colchoneta; restregué mis manos en el polvo de magnesio para anular toda posible transpiración; marqué la figura de entrada bajo la barra y, aspirando, me colgué de ella. En pocos segundos desarrollé varios ejercicios llegando al final de la serie. Puesto en vertical comencé la gran vuelta. En los primeros 90 grados del giro ya estaba sintonizado; a los 180 empezaron las ondulaciones desde adentro hasta toda la masa muscular; a los 270 la barra comenzó a vibrar siguiendo mi representación interna; a los 360 llegaba nuevamente a vertical y se expandía una onda hacia los tensores y el piso del gimnasio. Comencé la segunda vuelta a una velocidad desmesurada invirtiendo los mecanismos mentales que indicaron: “.agufírtnec im rop oluna euq al se atneuc euq dadevarg al y eje im se arrab al euq ay ,(l nes 88170500,0 + 75520199,0) 2ip = g dutital al ed ones led odardauc la etnemlanoicroporp ,arreiT al ed osac le ne ,olop la rodauce le edsed ecerc euq nóicareleca la ed nóicalsart al ocop atropmi Me. 2 - (R/a + 1) g = (R/a + 1) /1 g = ‘g ednod ed ,2 (a + R) : 2R :: g : ‘g ,eyunimsid osep le sartneim dadicolev al otnemua ,edecorter negami im sartneim opreuc le noc oznava sodarg 09 sol A”. Pero ya a los 180 grados introduje la sinfonía que elegí para esa ocasión, contando además con que fuera fácilmente reconocible por el público... “una concesión, pensé, pero es bueno que todos lo pasemos bien”. En ese momento, mientras hacía mis cálculos ya había escuchado velozmente el movimiento tercero de la sinfonía y llegaba al cuarto dejando atrás al barítono y las cuatro voces. La barra onduló. Los tensores, el piso y las paredes, comenzaron a amplificar la emisión. Así es que reemplacé las voces humanas por bronces al viento luego del gran calderón de la partitura mental. Y poniendo todo en Fa Mayor estalló La Coral de Beethoven con sonidos luminosos en los que no se reconocían ni coros ni bronces convencionales... Todo el ambiente se inundó de música; el público saltó de sus asientos como impulsado por resortes; los papeles de los jueces volaron por los aires y varios gimnastas cayeron de espaldas dando con sus traseros en colchonetas, pisos de madera y recipientes con magnesio. Pasé una segunda vez por los 360 grados mientras me regocijaba con la ridícula Oda de Schiller que Beethoven había musicalizado: “¡Al Querubín le es dada la contemplación de la Divinidad! ¡Al mísero gusanillo, le es concedida la voluptuosidad!”, y que en el original estaba dispuesto en otro orden: “¡Wollust ward dem Wurm gegeben und der Cherub steht vor Gott!” Los hermosos querubines rodaban por el suelo como míseros gusanillos con el culo empolvado en magnesio...
Finalmente a los 270 grados de la segunda vuelta solté el escape y girando como un trompo en veloces tirabuzones subí en mortal en plancha y así tres veces más hasta llegar al punto muerto a más de 10 metros de altura sobre el suelo. Entonces comencé a descender como esos cohetes que lentamente alunizan. En cinco largos segundos me posé en puntas de pie sobre la colchoneta y di por terminada la serie. Aprovechando el desconcierto general, me escabullí rápidamente al tiempo que un sujeto vociferaba: “¡Bajen la música! ¡Han perturbado una serie extraordinaria con los baffles de alta potencia!... ¡Irresponsaaables!”.
Ahora estoy en esta habitación terminando de escribir con la mano derecha mientras trato de atravesar la madera del escritorio con el índice de la mano izquierda. Y me pregunto: ¿tendré que aceptar la ley de impenetrabilidad porque la percepción me muestra que un cuerpo no puede estar en el lugar ocupado por otro?